Esa tarde salí de casa y sabía que no llegaría a dormir. Me preparé con todo el ritual de belleza heteropatriarcal que mi ADN heredó y me puse “el calzón sexi” por si mis anhelos se concretaban. Como es lógico en cada idealización, nada salió según lo presupuestado.
La noche se volvió confusa, loca y rozando lo tóxico. Mi guata me decía: “Salgamos de aquí”. Mis planes se estaban yendo agónicamente a la basura mientras miraba desde un rincón cómo el motivo de mi afecto de los últimos meses y texteo cuarentesco me ignoraba y, ante su mirada y deseo, yo me volvía invisible.
La fantasía de experimentar por primera vez con una chica me tenía con altas expectativas y un nivel de ansiedad estratosférico. Con la pandemia había coartado toda posibilidad de experimentación, pero albergaba la esperanza de que mi “virginidad covid” moriría con ella. Ella, la que me ignoraba, la que no me estaba viendo como yo la veía a ella.
Después de lamentarme un buen rato sobre por qué esa noche había “perdido” o fracasado (“Fracasar requiere mucho esfuerzo, y me esfuerzo”, canta Alex), bajó del cielo estrellado una supernova. Se acercó a mí, me abrazó, acunó y contuvo.
El cuerpo femenino es otro planeta, es otra latitud hermosa para explorar, una tierra que quiero seguir explorando.
En ese instante de la noche, el destino me abofeteó y aturdió, pero a la vez me envió la mejor luz que una principiante como yo hubiera deseado o debiera aspirar. Ella se acercó, me miró con unos ojos grandes y expresivos, se clavó en mi mirada, aproximó su rostro a mi cara lastimera y comenzó a acariciarme el alma y el cuerpo.
Cual unción bautismal, me besó en cada pómulo, en la frente y al final (finalmente) llegó a mis labios. Mis labios, resecos por más de un año, no dudaron en seguir sus movimientos y cual sediento encuentra un oasis en medio del desierto, empecé a beber sus besos a borbotones.
Alex Anwandter nos musicalizaba desde unos casi inaudibles parlantes suspendidos en el tendedero de la terraza susurrando “El pulso de tu corazón se acelera”, y yo no podía creer lo que estaba viviendo.
Sentir ese cuerpo tan distinto y tan igual contra el mío fue una exquisitez. Sentir su cadera serpenteante bailar sobre la mía; estrujar su cintura y espalda hicieron de ese viaje una experiencia fuera de órbita y control. Ella fue todo lo que no pedí, pero me estaba dando todo lo que necesitaba. Dejé caer mis expectativas, mis barreras, mis muros y me entregué a su encanto.
Sentí seguridad, sentí que sabía perfectamente lo que estaba haciendo, como si me hubiera leído y supiera cuál era el antídoto de aquella aflicción. La cantidad de energía y amor que recibí en ese micro instante, en ese micro y macro universo es algo que al recordarlo me hace erizar.
El cuerpo femenino es otro planeta, es otra latitud hermosa para explorar, una tierra que quiero seguir explorando. La intensidad es constante, no hay ninguna masa de carne que pulse el ritmo de los cuerpos enlazándose, el goce es sostenido y muy placentero porque no decae por “asuntos fisiológicos”.
Definitivamente, aquella noche no resultó como esperaba (como muchas cosas en la vida). Sin embargo, apareció esa “estrella de Belén” que llegó a iluminar y a guiarme esa madrugada de desarme emocional.
Ella llegó con una carga de sublime y fina empatía; llegó con abrazos ensambladores y un hermoso suspiro mántrico recitado: “Esto es lo menos que mereces, esto es lo mínimo, este es el ‘desde’. De aquí pa’ arriba”. Y no podría estar más de acuerdo, porque quién contradice a la gente mágica. Ese regalo, ese after, esa sombra y esa luz los atesoraré por el resto de mi existencia.
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Imagen principal: cottonbro, Pexels.
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